UNA DISTOPÍA ATROZ Y POSIBLE 3. Manuel Núñez aporta un excepcional libro de relatos que entre sátira y humor nos retrata y cuestiona.
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Los perros de Francisco nos
introduce en el mundo de la clase media baja dominicana, reducida a las
condiciones más primarias y elementales: sobrevivir, la prostitución, el sexo,
los celos, el poder social y la dominación.
Es la evidencia del primitivismo
que permea toda la sociedad, y que ha ido revelándose en cada texto hasta el
momento, desde la perspectiva del autor: seres dominados por sus instintos más
primarios, que se disputan las preferencias de una puta, que compran a precio
de oro un revolcón, que ejercen poder social y buscan la subordinación, la
prosternación, la dominación sobre el otro.
No hay en los personajes la
mínima capacidad de pensar o de autocontrol. Los personajes son movidos por sus
desenfrenos y sus excesos, por su búsqueda de toda satisfacción de los instintos
al precio que sea.
Incapaz de pensar, de discernir,
de cualquier autocontrol, cada personaje actúa movido por sus impulsos más
básicos: el sexo, la posesión, el poder, la conquista, y en un mundo lleno de
limitaciones y constricciones, ese revoltijo vital de la clase media baja que
persigue los medios de vida en tareas básicas, como criar y destazar animales,
la carnicería, que crea una familiaridad con la muerte, la sangre y el
sacrificio, todo ser vivo termina siendo algo que se puede comprar y poseer, y
que, en tanto propiedad, se cela y se mantiene a buen recaudo.
¿Y quién mejor para jugar ese rol
que la mujer, que busca ser proveída y se somete a la posesión tras tener quien
le cubra sus necesidades?
Hay un rol del hombre y un rol de
la mujer, que se anula y somete por la manutención y se dedica a cuidar los
hijos, aceptando que el esposo “es de la calle” y tiene otras, está presente en
casi todos los cuentos del volumen y refleja una realidad social indigna y
humillante que muchos de estos relatos ilustran.
Pero hay también otra mujer, está
aquella que juega con esa necesidad innata de poseer, dominar, competir y
sentirse por encima de otros, para manipular al hombre y someterlo: la
prostituta, la querida, la amante.
Y, por igual, está el interés que
provoca toda fruta prohibida, la lucha por la posesión y la convicción de que
todo tiene su precio, que lleva directo al triángulo amoroso, a la tragedia.
Una prosa pintoresca, donde el
humor desenfadado convive con el tremendismo, aquella corriente de la
literatura española que remarcaba los aspectos más crudos de la realidad, nos
va perfilando las vidas de seres sometidos a sus instintos más pedestres, incapaces
de disciplina alguna, en que la lealtad quizás sólo es concebible en los
animales, en esos perros que terminan sacrificándose a sí mismos por la pérdida
de su amo.
La invención de Boyer es un
relato que ficciona los años perdidos de Juan Pablo Duarte en su largo exilio
en Venezuela. Como suele narrar, la historia oscila entre el punto de vista del
personaje, Duarte, y del narrador omnisciente que cuenta las peripecias por las
que pasa el Padre de la Patria, olvidado del mundo en los parajes ignotos del Amazonas
venezolano.
El cuento desborda el tiempo
vital del personaje, lo trasciende. Se vuelve anacrónico, al proyectar las
consecuencias de nuestras inconsecuencias hasta el presente, hasta las amenazas
ya no de ficción, sino muy reales, que buscan asfixiar la idea que dio origen a
nuestra nacionalidad.
No conozco ninguna pieza
literaria dominicana, salvo este relato, que imagine la vida azarosa del padre
de nuestra nacionalidad en aquel amargo y descobijado exilio que vivió en
Venezuela.
Envejecido prematuramente, sin
medios de vida, empobrecido, olvidado por el país que ayudó a fundar y por sus
conciudadanos, las peripecias de Duarte sólo pueden imaginarse. No hay, que
sepa, mucha documentación.
La pasión libertaria de Duarte se
expresa en cómo, reuniendo migajas y vendiendo sus últimas posesiones, se
sacrifica para volver al país, vendido por Santana y sus seguidores a la corona
española, para ponerse al servicio de la causa restauradora.
Quien regresó era un desconocido para
la mayoría y los celos por una principalía que nunca buscó lo volvieron a
extrañar de su tierra.
La vuelta a Venezuela es una
segunda derrota. Y a la vez, en una esperanza, una certeza de que, pese a todos
los avatares, la idea prendió y vive, y que todo aquel sacrificio que arrastró
a la familia a la miseria y el destierro, no fue en vano.
Los hombres no saben morirse es el
monólogo de un alma que observa, desde fuera del cuerpo exánime, los aprestos póstumos
y revive sus pasiones, querencias y odios.
Es un cuento metafísico, pues,
como Borges sabía, toda metafísica es ficción en tanto elucubración, y toda
ficción es metafísica, por lo mismo, una realidad posible, un ejercicio de la
imaginación.
El alma, esa noción que
inventamos para nuestro consuelo, incapaz de despojarse de sus pasiones, hace
un recuento de los últimos y postreros momentos del que fue la persona que habitó.
De nuevo retorna la visión que
Manuel nos comparte de sus personajes: seres movidos por una falsa vida,
buscando el reconocimiento social y transmitir una vida de virtud, cuando por
otro lado ceden a todo tipo de concupiscencias y desenfrenos.
El muerto cuya alma nos narra su
velorio fue ese mismo prototipo del dominicano que tiene un hogar formal, otra
familia informal y otras amantes ocasionales; que busca reconocimiento social,
y a la vez de explaya en todos los excesos posibles. Vidas reducidas a lo más
elemental y primitivo: las comilonas, el sexo irrefrenable, el disfrute sin
cortapisas y la prestancia social.
Es la negación a abandonar esa
cultura de lo más elemental y primitivo lo que contrita esa alma que ahora contempla,
impotente, la última de todos los fariseísmos: las formalidades del velatorio y
el sepelio, en que amigos y enemigos concurren y los ayes desconsolados
conviven con las risas soterradas, los murmullos, las anécdotas más inventadas
que ciertas y los negocios y conciertos de vivos que se olvidan del lugar, del
momento y del muerto, tras sus propios intereses y afanes.
Como en todos sus cuentos, Manuel
Núñez en este cuento introduce personajes que coinciden con personalidades de
la vida dominicana, lugares, marcas, situaciones, para reforzar esa búsqueda de
verosimilitud con que la ficción busca engañar nuestro sentido de la realidad y
hacernos sentir que estamos, ya no ante una pieza de invención, sino ante la
crónica atenta de un testigo que nos describe un hecho.
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